Las calles de Madrid están de enhorabuena. Eso parece porque celebran la existencia del teatro, empleando las farolas para incluir publicidad. “Vuelve al teatro” dicen. Nos insta a regresar, evocando épocas maravillosas. Todo indica que el ayuntamiento y la comunidad son grandes abanderados de las artes. Más las apariencias encubren una triste realidad: tal propaganda forma parte de una gran mascarada en estos días en los que Esperanza Aguirre ha anunciado que los teatros del Canal serán públicos, pero gestionados por entidades privadas para asegurar un mejor funcionamiento económico. Impone pues su mismo modelo en cuestiones educacionales –a su paso por el ministerio me remito- a las culturales. “Madrid es la capital teatral, y eso es un atractivo inmerso a la ciudad” se ha justificado. Dejando al margen ese menosprecio involuntario a propuestas que raramente llegan a la capital simplemente porque procedían de compañías autonómicas, ¿debemos creer que Esperanza va a homologar el nivel cultural de Madrid con el de París? Yo no lo sé, pero ya en 1993 protagonizó la privatización del Teatro en la capital.
No se trata de arremeter contra el teatro comercial porque este presenta propuestas de todos tipos (brillantes, buenos, correctos, flojos, mediocres), pero sí defender un espacio público que permita a los ciudadanos disponer por un precio asequible una cierta cultura teatral. ¿Para qué la quieren? Pues ni más ni menos que para poder reflexionar sobre sí mismos, y los problemas actuales de la sociedad a veces evocada, a través de la representación de épocas pretéritas. El teatro básicamente se define por su carácter popular, y sus espectadores disfrutan de un poder adquisitivo muy distinto entre sí. La titularidad pública acarrea en primer lugar la defensa de la calidad como un bien (servicio) cultural que es, sin arrastrar pérdidas económicas, pero a la vez apostando por la diversidad, acogiendo tanto a la última vanguardia como a propuestas más clásicas en las formas. En cambio la gestión privada prioriza la optimización de los beneficios sobre cualquier otra consideración y, mal que pese, en cuestiones culturales sólo admitiría una programación unidireccional, con formas de representación de patrón similar, masificando así la oferta y por tanto desnutriendo cualquier tipo de debate. Cuando se anima a regresar a las tablas, por tanto según el modelo Aguirre el espectador se convertiría sobre todo en un cliente que ayuda a mantener un negocio. ¿Esperanza de verdad va a transformar Madrid en el paraíso de las artes? Yo no lo sé, pero mal camino llevamos andado cuando en su legislatura la comunidad no compró el Teatro Albéniz para remodelarlo cuando este perdió su protección jurídica oficial.
La impunidad con la que se derriba un bien cultural como el Albéniz para sustituirlo por un centro comercial revela un hecho certero: se despoja de vida artística al centro de la ciudad para llevarla a lugares más apartados las representaciones. Al animar al espectador a regresar al teatro, en el fondo no sólo se le ofrece ser un socio más de la nueva Atenas; sino que se le demanda el esfuerzo de ir a lugares de la ciudad más periféricos, apartados del mundanal ruido, y que podrían ser el equivalente directo del “Gritadero” al que Susi Sánchez y Consuelo Trujillo se dirigían en una reciente obra teatral para desahogarse del estrés cotidiano. Nuestro Broadway particular se diversificará en múltiples calles madrileñas, imposibilitando quizás la opción de “improvisar” planes y entrar a ver una obra, que a partir de ahora siempre se determinará verla con tiempo de anticipación. De ahí nace la inutilidad de la propaganda: la gente que ha ido al teatro no le hace falta volver, porque nunca “lo ha abandonado” del todo. ¿Debemos por tanto creer que este teatro concertado será un complemento del privado, y no su prolongación? Yo no lo sé, pero cuando la mayoría de las fotos escogidas para la propaganda proceden de teatros no públicos algo no casa en las declaraciones de intenciones.
Ese traslado la vida cultural a la periferia, esa concepción del centro de la ciudad como únicamente un conglomerado de macrosuperficies, ese empeño por masificar la cultura, esa dejadez hacia auténticos monumentos públicos como en el Albeniz (sin incidir en hechos sospechosos como el que un familiar de la presidenta de la comunidad diseñase los planos del centro que el Grupo Monteverde va a poner a su lugar), no obedecen desde luego a un interés por la vida del teatro y que por tanto esa publicidad sólo es una proyección políticamente correcta de una campaña política para lavar la imagen de la comunidad. Y sólo se precisa cuando la discrepancia y las maniobras apestan de tal manera que la necesidad de perfumar el ambiente resulte imperiosa, sobre cuando la culpabilidad está a punto de ser demostrada más allá de toda duda razonable. ¿De verdad el programa del PP es crear “un gran complejo al servicio de la danza y el teatro”? Yo no lo sé, pero en 1993 la presidenta protagonizó la privatización de la vida cultural de la capital. ¾ Alejandro Cabranes Rubio
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