Cuando a término de una manifestación convocado el 18 de octubre de 2007, uno de los allí presentes regresó a su casa tuvo que compartir ascensor con sus vecinos. Estos no pudieron evitar curiosear entre las pegatinas con eslóganes que llevaba puesto. “No hay que ir contra los tiempos” dijeron. Y tienen razón. Menos disgustos tendríamos. ¿Para qué reivindicar patrimonio histórico cultural? ¿Para fosilizarnos en un pasado? ¿Para anquilosarnos en ideales románticos poco pragmáticos? No. Los chavales prefieren, como diría Joaquín Sabina, “ahogarse en un vaso de ginebra”. Pero la vida en Madrid ya no es, como afirmó el cantautor, “un tren a punto de partir”. Desde los andenes sólo podrían verse macrosuperficies haciéndose hueco en el asfalto. ¿Cómo vamos a ver teatro si primero tenemos que comprar calzado, o echar un buche en el estómago? ¿A quién se le ocurre acudir al cine si desde el ordenador podemos descargarnos absolutamente todo? ¿Cómo se pretende disfrutar de espectáculos vivos si, como todo el mundo sabe, “el cine y el teatro” son naturalezas muertas? Lo que hay que hacer sin duda es subastar y con el dinero recaudado fundar una nueva tienda de ropa, un hipercort. Hagámoslo y la vida será más plena.
El precio inicial de la primera pieza de la colección se estima en torno a los cien euros, cifra con la que podemos vender nuestra identidad. Porque al representar un teatro y rodar una película lo único que hacemos es escenificarnos a nosotros mismos, como buenos ególatras antineoliberales que somos. Nuestros problemas, nuestra relación con el pasado, nuestras preocupaciones hacia el futuro, nuestras mentiras, nuestros pequeños logros, nuestra conducta destructiva, nuestra humanidad… Abajo las tablas y la pantalla grande. Arriba la modernidad. Si sacamos más beneficios con las tiendas, si ya cubrimos nuestras necesidades en Telépolis –la ciudad ideada y descrita por Javier Echevarria-, se acabaron las preocupaciones. Por fin nuestra rutina se basará en la conformidad. De una vez por todas podremos seguir hacia delante, pagar nuestra hipoteca y cumplir con hacienda. Las guerras ya no formarían parte de nuestro imaginario al no representar su crudeza, su barbarie. Los abusos y las mezquindades tampoco. Ni los debates éticos. Y mucho menos esa duda permanente que sólo siembra desconfianza. Subastemos.
La segunda pieza de la colección es nuestra integridad. Unos ochenta euros cuesta. Renunciemos a salvar un teatro cuando podemos conformarnos con tener en propiedad una sala enana con la que cubrir salidas profesionales. Retiremos sentencias que protejan al Albéniz. Desestimemos la idea de que es un bien cultural: cuarenta años de programación no merecen consideración alguna. Es mucho mejor recibir comisiones y favores a cambio. Más productivo. Dejemos de pedir al Ministerio de Cultura que compre no sólo el teatro, sino también la casa de Vicente Aleixandre; no vaya a ser que alguien haga el esfuerzo de hacer promesas que no prosperen. Derribemos el pabellón del Instituto Libre de Enseñanza y el palacio de Bobadilla del monte. Coloquemos al frente de los recintos afectos a miembros del gobierno de la comunidad de Madrid para que improvisen una programación teatral que cubra el fin último: simular conservar el arte. Ahorremos gasto. Disfrutemos de los beneficios urbanísticos y encarguemos a nuestros familiares el diseño arquitectónico de los edificios que sustituyan al teatro y reliquias del patrimonio histórico cultural. Subastemos.
La tercera pieza es la dignidad. Cincuenta euros vale. Pujemos contra la desertización del arte, de la conservación de la literatura. Dejemos en la estacada a los pequeños comerciantes beneficiados de la atracción turística que despiertan los mausoleos que derribemos. Prometamos sobre papel mojado la conservación de los puestos de trabajo de los empleados que trabajen en ellos. Enorgullezcámonos después de “presentar los festivales de otoño” en diversas publicaciones estatales y municipales. Recordemos a la gente que resulta hipócrita recuadar firmas en contra de determinados acontecimientos porque luego no leemos y vemos nada. Abandonemos nuestros ideales de ataño y refórmumelos, como hizo un laboralista que escribió un informe para Sarkozy en el que se instaba a no cuestionar ningún efecto colateral de la globalización. Reduzcamos nuestra capacidad para pensar en abstracto: gracias a eso disfrutaremos de una publicidad más efectiva y simple…y que se traduzca en anuncios dirigidos a la clase media en los que se reivindique el derecho fundamental del hombre a…navegar en la red. Subastemos.
Y lleguemos por fin a la pieza fundamental de esta colección: nuestra libertad. La oferta de salida es cinco euros. Desaprovechemos la posibilidad del teatro, el cine, la biblioteca, para aprender a disentir. A pensar. A emocionarnos. A ponernos en puntos de vista ajenos al nuestro. A ser solidarios. A protestar. No vayamos en contra de los tiempos. Porque una sociedad sin ruido es una sociedad en la que no pasa nada. Tranquila y prospera, antihumana. Subastemos. ¾ Alejandro Cabranes Rubio. SUBASTEMOS
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