17.9.06

TEATRO PARA VIVIR, por Alejandro Cabranes



En un plano de la película United 93 (Paul Greengrass, 2006) un terrorista islámico mira por última vez –desde la ventanilla de un avión- las torres que componían el World Trade Center unos minutos antes de derrumbarse. Poco después los viajeros serán secuestrados y tomarán conciencia en pleno vuelo que el mundo que pisaron por última vez en el aeropuerto ya no es el mismo: no sólo su vida personal se verá truncada si no hacen nada, sino que además asisten desde una posición “privilegiada” a la descomposición del orden internacional vigente –a la que por cierto también ha contribuido y no poco aquellos que bajo excusas falsas decidieron saltarse las normas del derecho para obtener petróleo-, a la desintegración de”la paz ilusoria” que caracterizó la era Clinton. De esta manera la película de Grengrass se convierte en un perfecto reflejo sobre la capacidad del arte para captar la realidad en relieve y atestiguar la irrefrenable evolución de la historia como proceso dinámico, conflictivo, sujeto a mutaciones que pueden producirse en escasas horas… Y sin embargo, por mucho que esas fluctuaciones sacudan nuestro día a día, siempre nos quedará la oportunidad de enfrentarnos a ellas cada vez que acudimos al cine, a un concierto, a un teatro. ¿O tal vez no?

En el apogeo de la masificación de la cultura, en la sistemática demolición de los valores sociales con los que se cimentaron los estados naciones del XIX en pro de la reducción de gastos de unas partidas presupuestarias que se destinan –en buena parte- al “arte de la guerra”; en el horrendo momento actual, por el cual atraviesa una sociedad que mide sus valores siempre en términos de rentabilidad económica; no pocos cines, teatros, bibliotecas, museos y salas han cerrado sus puertas para dar paso a grandes superficies que han terminado por eliminar –en una misma jugada- a los pequeños negocios que se beneficiaban de la ubicación próxima de dichos centros. El Teatro Albéniz, nuestro Albéniz, es uno de esos casos en los que la repugnante especulación ha logrado el desalojo de un trozo de cultura en pleno casco madrileño.



Pero hay más. En vez de apostar firmemente por su defensa, la inversión en reparar las infraestructuras, las autoridades competentes en el mejor de los casos ha actuado con desidia hacia él y en el peor han colaborado en esa violación sistemática del derecho ciudadano a disfrutar de él: el teatro es un servicio público cuya supervivencia pende de unos políticos que deberían luchar por su continuidad en vez de aceptar sumas de dinero a cambio de, ya no hacer la vista gorda ante la barbarie, sino incluso sumarse a ella. En ese sentido, la creación de una nueva sala no debería servir “para consolar” por las pérdidas irreparables, sino entenderse como una oportunidad de complementar, como el Centro Cultural de la Villa, la oferta de cultura: dos salas aprovechables para dar rienda suelta a la creativad… En los tiempos de sistemática descarga de libros y películas por internet, el fomento de la cultura debe ser aplaudido. Porque hay que abrir espacios al diálogo que nos permitan persistir.

¿Pero cómo? Repasando la cartelera madrileña y el ejercicio de principios de 2006 encontramos una serie de obras –con independencia de sus desiguales calidades intrínsecas- que ofrecen unas cualidades extrínsecas que por sí mismas justifican su representación. Pienso en Siglo XX que estás en los cielos, una certera reflexión sobre cómo el ansía de construir mejor un mundo mejor ha dado paso a una pérdida de ilusión que se ha traducido en la profundización de las desigualdades. Una obra cuyo discurso se solapa a una puesta en escena increíblemente coherente con su planteamiento: la desaparición física del actor en las tablas, sólo presente a través de su voz que va penetrando en los oídos de unos espectadores que se implican en el espectáculo creando un cordón sobre el escenario: la pérdida de idealismo y de humanidad lleva irremediablemente a la inmaterialidad de las formas. Y cuándo creíamos que las cosas nos podían ir peor, uno asiste a la reposición de La buena persona de Sezuan y comprueba la imposibilidad de conciliar el bien con el pragmatismo más cotidiano –situación que goza, encima, del beneplácito de los dioses- a través de una parábola cuyo argumento se traduce aquí y ahora en cualquier parte del planeta. En ese valle de lágrimas, ¿cómo nos conduciremos si, hagamos lo que hagamos, ya todo esta perdido en esta orilla del río?



Recientemente Lluis Pasqual nos ofreció una doble respuesta a través del montaje alterno de dos piezas de Shakespeare, Hamlet y La tempestad: en la primera los personajes no refrenan sus odios, sus individualidades, se guían por los resentimientos pretéritos, planean su venganza, y como ha ocurrido en la lamentable Guerra del Líbano, acaban destruyendo atrozmente al adversario y así mismos. Por el contrario en La tempestad el perdón permite devolver el orden equilibrado de las cosas, restablecer la paz. En la una y en la otra para profundizar en esa doble respuesta se procura regresar, como en Siglo XX…, a la esencia del teatro: de ahí ese empeño en el minimalismo expresivo como medio para centrarnos en el análisis de los contenidos… Y vaya si lo logra: convencidos por la hipótesis planteada, ya únicamente armados con la razón y la tolerancia, podamos ver De repente, el último verano; obra que a cincuenta años de su primer estreno todavía obliga a aceptar la realidad tal cual es, sin taparla mediante oscuros procedimientos que sólo agravan el status quo mientras la disposición del escenario –y aprovechando el diseño de la sala- convierte al público en una suerte de jurado que debe sopesar las pruebas y actuar, como uno de los protagonistas –cf. el Doctor Cukrowicz-, para acabar con esa deshumanización aún en nuestro propio prejuicio. Sí seguimos en el mismo sendero podremos franquear las barreras de la incomunicación, aparcar nuestro orgullo y desatender a los prejuicios, para poder establecer nuevas relaciones; como le ocurre a los personajes de Visitando a Mr. Green; no así a los de Gorda, vencidos por la cobardía más absoluta. Son sólo unos ejemplos, pero todas estas obras afirman en positivo que el teatro induce a discutir sobre la vida, a indagar en nuestras entrañas, provocando nuestra más profunda inquietud.

Quizás algunos piensen que esa discusión sólo se quede en el plano teórico y por tanto, veamos las obras que veamos, todo va a ser igual y qué el cierre de un teatro no nos perjudique lo más mínimo. Se equivocan rotundamente.




Como hace poco demostraba el director Stephen Frears en su película Mrs. Henderson presenta (Mrs. Henderson presents, 2005), el teatro es una forma de resistencia, en el que el show debe continuar. Hace un año el María Guerrero abría sus puertas a una puesta en escena de El Infierno de Dante en el que se lograba aunar los grandes logros de la humanidad así como los desastres producidos por la misma a través de la simple visualización en pantalla, planteando al poeta interpretado por Asier Etxeandia la conveniencia o no de seguir perteneciendo a este mundo. Apenas unos meses antes en esa misma sala Iván Hermes encarnó a Roberto Zucco, el protagonista de una obra homónima, inspirada en el caso de un joven italiano que asesinó a sus padres, escapó de la casa, inició un romance con una joven y secuestró a una millonaria: en la función se desataba la furia y la violencia según la pérdida de la identidad desestabilizaba al personaje principal, se desgarraba los cimientos de la sociedad. Qué mejor expresión de esa descarnada visión que el empleo de pantallas donde el sudor y locura de Zucco quedaba en primer plano cara al público… Y aún antes ese teatro acogió Himmelwegh, donde un voluntario de la Cruz Roja se sentía culpable por no haber podido denunciar el horror de los campos de concentración a causa de la farsa orquestada por la máxima autoridad nazi allí establecida mientras el contrastado uso de perspectivas diferentes evidenciaba la necesidad de desnudar la realidad para poder combatirla… Como le ocurría a la protagonista de La retirada de Moscú, obra de William Nicholson agridulce como pocas, en la que ella debería volver a plantearse la vida en otros términos, iniciar de nuevo, pervivir… O a la mujer maltratada de El rincón de la borracha que sale de un infierno agobiante gracias a la solidaridad de sus amigos…




Todas estas obras –y muchas otras injustamente aquí no mencionadas- generan una catarsis como hemos podido comprobar hasta la fecha y ello lo hace, como ya vaticinaba la película Conociendo a Julia (Itsvan Stazbo, 2004), porque en el teatro nos representamos a nosotros mismos. A principios de 2005 llegaba al Centro Cultural de la Villa El retrato de Dorian Gray, donde un personaje vanidoso se veía obligado a enfrentarse a su propia imagen…hasta el punto de que al intentar asesinarla, el mismo perecía… Si como Dorian Gray intentamos suprimir nuestra propia identidad abandonando al teatro acabaremos todos por asesinarnos paulatinamente hasta cavar nuestra propia tumba…

Si, por el contrario, luchamos por su pervivencia, exigimos que el Albéniz perviva, nuestra propia identidad no sólo se conservará, sino que se transformará poco a poco, nos hará madurar: el teatro es cultura y sin esta no hay vida. El teatro, ese servicio público donde discutimos los principios vectores de una sociedad, donde resistimos ante la tragedia escenificándonos, volverá a ofrecer otra pieza más que cree opinión, que nos haga cuestionar nuestra idiosincrasia… Pero no nos engañemos: los concejales seguirán aceptando sobornos, los especuladores apisonarán un poco más nuestro sitio en la arena, y las bombas seguirán lloviendo sobre los cielos del mundo. Más madera señores: esto es la guerra.  Alejandro Cabranes Rubio.

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